Estamos en esas fechas en las que, paganismo y religión, coinciden en un punto clave: celebrar que se abren las puertas del inframundo y durante unas horas, vivos y muertos podemos entrar en ‘conexión’. ¿Y esto qué tendrá que ver con un blog dedicado al chocolate? Pues tiene que ver, pero nos tenemos que remontar a los orígenes del cacao. ¿Nos acompañas a recorrer la leyenda más sangrienta de la historia del chocolate? Ríete tú de Halloween…
Como todos sabemos (o deberíamos saber ya a estas alturas) el origen del cacao se remonta a las culturas prehispánicas que habitaron Centroamérica hace una barbaridad de años. Parece ser que los primeros en cultivar el árbol del cacao, fueron los Olmecas en el año 1500 A.C. Ellos molían las habas mezcladas con agua caliente, obteniendo como resultado un primitivo ‘chocolate a la taza’ destinado a ser bebido únicamente por las personas de la élite de aquella sociedad.
Esta bebida se consideraba alimento de los dioses, por eso hoy en día el nombre científico de la planta del cacao es “Theobroma cacao” (del griego Theo = Dios y Broma = alimento). Pero se sabe además que los mayas y los aztecas usaron el cacao en sus ceremonias funerarias colocándolo en recipientes de barro, herméticamente cerrados, que situaban junto a las tumbas de sus reyes o personalidades relevantes de su sociedad.
Leyendas de pasión (y tragedia)
Para explicar el origen del árbol del cacao, los aztecas cuentan una curiosa leyenda, de esas que son perfectas para escuchar la noche de las ánimas, junto a un buen fuego y con un chocolate calentito entre manos. Y dice así: Cuentan las crónicas mitológicas que el dios Quetzalcóatl (cuidado al pronunciarlo, no se corten media lengua. Por cierto, el endiablado nombre significa “serpiente emplumada”) bajó a la Tierra para enseñar a los humanos las artes, las ciencias… y la agricultura. Pero el serpentino emplumado no contaba con algo con lo que tampoco nosotros solemos contar (y ya andamos por el siglo XXI): que se iba a enamorar. Y se enamoró de una princesa oriunda de una tierra llamada Tula con la que se casó (si ella estaba también enamorada o no… no ha transcendido que se sepa). El caso es que fue tal el subidón que le dio a Quetzalcóatl el enamoramiento, que creó para los humanos un paraíso de aguas cristalinas, piedras preciosas y todo tipo de plantas y árboles frondosos. Sin embargo, aquel ataque de euforia no fue bien visto por el resto de dioses del cielo que entraron en combustión espontánea cuando se enteraron de que su colega había compartido semejantes dones con los terrícolas. Y para castigarle… pues mataron a la pobre princesa (si estos eran los dioses del cielo, pues no queremos imaginar a los del infierno).
Cuentan que Quetzalcóatl lloró desconsoladamente sobre la tierra ensangrentada sobre la que yacía su inerte amada y que de aquella fusión de tierra, sangre y lágrimas brotó un árbol «cuyo fruto era amargo como el sufrimiento, fuerte como la virtud y rojo como la sangre de la princesa»: el cacahuaquahitl (árbol del cacao… en cristiano).
Ritos sangrientos: el lado oscuro del origen del cacao
Leyendas de pasión y tragedia aparte, parece ser que el vínculo entre el árbol del cacao y el inframundo es muy antiguo y algunos expertos sostienen la teoría de que esta asociación pudiera deberse a la necesidad de sombra que requiere esta planta para crecer en condiciones. De alguna manera, su simbolismo surgía por oposición al maíz, el otro cultivo imprescindible en la historia de estas antiguas sociedades. Éste representaba la luz y la vida, mientras que el cacao se asociaba a la oscuridad y la muerte. Pero, sobre todo, el ‘alimento de los dioses’ estuvo ligado a la sangre y al sacrificio. La forma de las habas del cacao se relacionaba con el corazón humano que guarda en su interior el líquido vital. Por lo visto, incluso se añadía a la bebida del cacao un colorante rojo llamado achiote que teñía de grana los labios de quien lo bebía, dándole la apariencia de la sangre. Y cuentan que, en algunos rituales, el cacao se preparaba con el agua de lavar los cuchillos utilizados en los sacrificios humanos.
Afortunadamente estas terroríficas tradiciones han quedado atrás, pero sí se mantuvo hasta la primera mitad del siglo XX la costumbre de incorporar cacao a los ajuares funerarios con el fin de alimentar a los difuntos en su viaje por el inframundo. Incluso en algunas comunidades mexicanas como Oaxaca, hoy en día no falta un poco de chocolate en los altares que se preparan cada primero de noviembre con motivo del día de difuntos.
Aprovechemos pues la globalización para incorporar las tradiciones que mejor nos convengan. Y no está de más añadir a nuestros tradicionales dulces y castañas de finados o de la noche de las ánimas algo de cacao. Pero eso sí, con precaución, porque un buen chocolate… podría resucitar a un muerto.